Todo el mundo gritaba su nombre. Todos querían ver de lo que era capaz. Querían verla a ella. De arriba a abajo, moviendo sus caderas, con su vaivén lento y adictivo.
Ansiosos, miraban el telón fijamente. Esperando a que al fin, sin más... la actuación comenzara.
Y de pronto las luces bajaron, todo se tornó tenue y delicado. Y allá, entre las maderas que cubrían el tablado... apareció ella. Todos la miraban, sorprendidos. No estaba sola. Y ya no iba a estarlo jamás. Un joven la acompañaba en la melodía. Un joven que, delante de toda aquella multitud, le prometía amor eterno. Le decía que si quería podía contarle a todos que esa canción que cantaban era suya y que lo sentía porque fuera tan simple, pero que era un regalo para ella. Lo cierto es que, no recordaba el color de sus ojos. No recordaba si eran azules o verdes pero dijo que eran los ojos más dulces que nunca había visto.
Pero todos se quedaron con aquella frase, incluso yo, que lo observaba todo detrás del escenario. Porque entonces, ambos, se aproximaron. Rozaron sus labios, se acariciaron. Pero no después de que él le dijera lo maravillosa que es la vida ahora que estaba ella.
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